Tras los edificios de la ciudad, el atardecer coloreaba el cielo con tonos amarillos, naranjas, rosas y violáceos, que se sucedían uno detrás de otro, como si un pintor hubiese estado usándolo a modo de lienzo donde prueba los colores de su próxima obra. El Sol ya caía tan bajo, que proyectaba las sombras del Acueducto de manera que éstas se extendían decenas de metros por el adoquinado de la Plaza Oriental, ya vacía de coches. Las farolas empezaban a encenderse con una luz ámbar de manera sincronizada junto con las luces propias de los edificios adyacentes. El invierno castellano, duro e implacable, no perdonaba a los osados que se atrevieran a permanecer en una plaza expuestos a sus golpes. Una lluvia fina e incesante, y un viento que cortaba la cara eran los enemigos a vencer esa tarde del 14 de enero de 2025.
No obstante, él sí era osado. Su osadía lo había llevado a recorrer medio mundo y presentarse allí ese día, sin previo aviso. Su único equipaje era su teléfono móvil, un par de pendientes, y una cajita minúscula que guardaba en el bolsillo derecho de su gabardina. Estaba protegido de los elementos únicamente por una de las columnas del coloso romano. Se subió el cuello de la gabardina, y con su teléfono, sacó una fotografía de su mano sujetando los pendientes con la plaza detrás. En los pendientes podían leerse las letras PB. No había tenido tiempo ni posibilidad de hacerlo de otra manera. Envió la foto y esperó. Las cartas estaban sobre la mesa. No sabía si el mensaje llegaría, si el destinatario seguiría al otro lado, si la distancia física podría salvarse, o simplemente si su tiempo habría pasado. Y en realidad, el tiempo sí que había pasado. Años de analgésicos en forma de parejas sexuales para mitigar el dolor del vacío que ella le dejó. Cada vez el sexo lo llenaba menos, y la falta de duelo hizo su dolor insoportable. Una vez tras otra, ella había saltado del barco de su relación obligada siempre por circunstancias que escapaban al control del pequeño mundo que habían creado entre los dos. La tercera vez fue diferente. Nunca más habría un hasta la próxima, o volveré; solo un: “no puedo seguir ahora”. Se esfumó sin dejar rastro, como los cuerpos de los desaparecidos tras un maremoto. Nada. En la era de las redes sociales, de la comunicación, de los viajes alrededor del mundo en pocas horas, ella desapareció. La única ancla que él tenía era ese número de teléfono, al cual había escrito miles de mensajes. Llegó a convertirse en su diario personal. Enviaba todo lo que hacía, lo que sentía, lo que vivía, con la esperanza de obtener una respuesta, un consuelo. Esa esperanza se fue diluyendo con el pasar de los años, hasta hace dos días. Hace dos días, él decidió enfrentarse a su propia incredulidad, al invierno castellano, a no saber nada más de ella, salvo que Segovia era la ciudad que la vio nacer. Salió de la oficina donde trabajaba en el Instituto Cervantes en Hanoi, y se fue directo al aeropuerto para cruzar medio mundo en pos de un final a su historia. Un final que si no alcanzaba de un modo u otro, acabaría por matarlo. Si la determinación humana pudiera medirse numéricamente, en ese momento él habría superado todas las escalas.
Ya daban las 9 de la noche. La lluvia había cesado y la noche se había despejado, dejando a la vista la luna completamente llena. Él levantó la cabeza y se quedó mirándola absorto.
—Está preciosa, ¿verdad? —dijo una voz que provenía desde uno de los arcos.
Apareció una mujer de unos 60 años que andaba agarrada a otra mujer más joven de unos 30. Él se giró y las miró con ansiedad.
«El abrigo, es su abrigo amarillo», pensó. Sin mediar palabra se fue hacia ella. Justo cuando iba a agarrarla de las manos, la mujer mayor dijo: —Espera, no la toques, puede que no se acuerde de ti.
—¿Cómo? ¿Qué no se acuerde de mí? ¿Qué está pasando? —La cara de él mostraba una expresión contrariada. Estaba totalmente aturdido. —¿Qué quiere decir con que no se acuerda de mí? ¿Quién es usted?
—Tiene Alzheimer. Está bastante avanzado, aunque todavía tiene momentos de claridad. Por uno de esos momentos estamos aquí. Se acordó de ti en cuanto vio los pendientes de la fotografía, y dijo que quería venir a verte con su abrigo amarillo. Sin embargo, de camino aquí se ha olvidado de por qué veníamos. Soy Manuela, su madre, y nunca terminaré de acostumbrarme a que mi niña se está yendo cada día un poco más, y que llegará un momento en que desaparezca para siempre dentro de su cabeza. Solo pensarlo me hunde en la mayor de las tristezas —un gesto amargo se dibujó en su cara, y una lagrima empezó a recorrer su mejilla.
Abrumado por la explicación de Manuela, él empezó a recorrer a su hija con la mirada, para ver si podía encontrarse con ella a través de sus ojos. Era inútil. Ella lo miraba distraída, claramente no sabía quién era él. Comenzó a llorar, y cayó de rodillas al suelo. Era demasiado. Habían pasado 5 años, y después de todo la vida le daba una bofetada tan grande que no podía respirar. El aire le faltaba realmente, el estómago le dolía como si se estuviera devorando a sí mismo, y las manos le temblaban como un alcohólico recién levantado de la cama.
—Siento que tengas que enterarte así —intervino Manuela. —Ella no ha parado de hablar y pensar en ti todo este tiempo. Siempre que tenía un momento de lucidez, revisaba el teléfono móvil, y leía todos tus mensajes —sacó un pañuelo del bolsillo, secó sus lágrimas y continuó. —No te imaginas lo que la has ayudado a mantener su mente activa. Cuando ella no podía leerlos, yo lo hice, y se los leía, aunque ella no recordara nada en ese momento.
—¿Por qué no me lo dijo? ¿Cuándo lo supo?
—En marzo harán 6 años. Cuando vio que se degeneraba bastante rápido, decidió cortar con todo y desaparecer. Me dijo que no quería que la vieras perdiendo la cabeza. Quería que recordaras todos los momentos vividos juntos de una manera inmaculada. No puedo culparla por tomar esa decisión, pero después de haber leído tus mensajes durante estos cinco años, y ver en primera persona tu amor incombustible por ella… no puedo imaginar cómo te sientes ahora. Más de una vez estuve tentada a escribirte yo y contártelo todo, y que vinieras a por ella. Que la hicieras feliz el tiempo que le quedase. Sin embargo, no pude hacerlo. Era su decisión —concluyó apretando los puños, y alzando la vista al cielo con los ojos brillantes por el reflejo de la luz en la luna en sus cuencas llenas de lágrimas.
Él se levantó del suelo y trató de recomponerse. Metió su mano en el bolsillo derecho de su gabardina y acarició la minúscula caja con sus dedos. Dentro había un anillo de compromiso. Ese anillo que él compró hace cinco años, cuando todo parecía perfecto. No se había deshecho de él. Siempre tuvo la esperanza de volver a verla. Pero jamás habría imaginado que el cuerpo que ahora tenía delante era un cascarón vacío. Su amor ya no estaba. La persona por la que habría dado su vida había desaparecido. Había fallado. No fue lo suficientemente valiente para venir aquí mucho antes. Valiente para haberse plantado en la ciudad desde el primer día que le dijo adiós, y haberla buscado en cada casa y edificio de la ciudad. Valiente para haberse declarado la primera vez que tuvo el anillo en el bolsillo, y decidió que no era el momento. Todo era su culpa.
—Lo siento, pero es tarde y hace frío para ella. Creo que deberíamos volver. No me gustaría que te fueses así. Mañana podrías venir a desayunar a casa, por las mañanas suele estar más lúcida.
—No —dijo ella de repente como si volviera a la vida. —Mamá ahora me acuerdo de él y de qué hacemos aquí —Los dos se miraron con incredulidad. —¡Cómo te he echado de menos! ¡Cómo me arrepiento de haberte dejado así! —dijo atropelladamente mientras sollozaba. Un mar de sentimientos la habían inundado de pronto al recuperar la consciencia de quién era ella y de a quién tenía delante. —¡Cómo he malgastado mi vida pensando en lo que creía mejor para ti, y en mis propios miedos!
—¡No tienes que disculparte mi vida! —la abrazó. La abrazó fuerte, rodeándola completamente, sintiendo su cuerpo, fundiéndose con él como tantas veces había soñado. La agarró de la cara y la besó. —Te quiero, siempre tuyo, siempre mía, ¿te acuerdas? Sacó la caja de su bolsillo, la abrió y mostró el anillo de oro blanco con un pequeño diamante en el centro. Dentro tenía grabada la frase: pensamientos bonitos. Era la frase por la que se habían reconocido desde siempre.
Esta vez no cometería el mismo error. No había miedo ni inseguridad, solo determinación y 5 años de su vida perdidos.
—No sé cuánto durará este sueño, y no me importa. Solo quiero acompañarte en el camino y vivir los mejores momentos de mi vida, con la única persona con la que siempre he querido despertar por las mañanas. ¿Me harías el hombre más feliz del mundo pasando el resto de tu vida conmigo? —dijo él mientras le presentaba el anillo e hincaba la rodilla en el suelo.
—¿Sabes lo que eso significa? ¿Lo que conlleva? ¿Los problemas que vendrán? —repuso ella.
—Sé que estaremos juntos, no podría querer nada más —espetó sin inmutarse.
Por primera vez en mucho tiempo, Manuela miró a su hija y sonrió con la expresión de la cara relajada, como quien ha sido iluminada.
Ella lo miró.
—Sí, quiero.

