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  • A Sebastião Salgado

    A Sebastião Salgado

    Esa mañana del 21 de mayo de 2025, Bruselas amaneció despejada. Algo reseñable si tenemos en cuenta que la mitad de los días en esta época suelen ser nubosos y grises. Sin embargo, hoy el cielo tenía un color azul intenso y sin ninguna nube a la vista. Eso veía Nathalie desde la ventana de su piso localizado en la comuna de Etterbeek. Desde que dejó de dar clases de primaria tras su jubilación, Nathalie se pasaba los días buscando planes culturales con los que llenar su mañana, antes de disfrutar de un aperitivo y el posterior almuerzo. En esta ocasión visitaría la exposición Amazônia del famoso fotógrafo Sebastião Salgado, que se exponía en el centro Tour & Taxis de la ciudad. 

    Pese a ser un recinto cerrado, el pabellón de la exposición se le hizo difícil de encontrar. Parecía que estuviese metido entre unos muelles de descarga de almacenes, a juzgar por la cantidad de camiones y la altura del propio muelle. Solo un pequeño letrero en la entrada del pabellón número 4, señalaba que dentro tenía lugar la exposición fotográfica. Ella pensó que no era el mejor lugar, escondido y poco atractivo. Por su cabeza pasó la idea de que la trayectoria de lucha contra el cambio climático y la deforestación de Sebastião Salgado, podrían haber influido en el lugar asignado. «Seguro que tiene muchos enemigos deseando que tenga la menor exposición posible» pensó. Un esfuerzo fútil en su opinión, ya que el fotógrafo era reconocido en el mundo entero como una de las personas más comprometidas con la protección del Amazonas, y por sus fotografías de calidad indiscutible. 

    Tras intercambiar unas palabras con las responsables de la ventanilla, Nathalie se adentró en la sala a la que se accedía cruzando unas cortinas negras. 

    — 

    Pierre llegaba tarde otra vez. Había comprado una entrada para ver la exposición de Sebastião Salgado sobre el Amazonas, pero inexplicablemente para él no llegaba en hora. Si alguien pudiera ver su mañana desde que se levantó, no vería nada de inexplicable. Simplemente Pierre era bastante desorganizado, por lo que perdía muchísimo tiempo en desayunar, ducharse, vestirse, y dejar su piso medianamente ordenado. Tenía 75 años y era un hombre chapado a la antigua. Nadie diría que tenía un comportamiento excesivamente conservador, pero todo ese asunto de las tareas del hogar era algo que no terminaba de dominar. Antes de jubilarse, trabajó toda su vida en una empresa encargada de fabricar los muelles de los colchones. Cada vez que tuvo que explicar en qué trabajaba, sus interlocutores quedaban pasmados, y normalmente expresaban su total desconocimiento sobre ese empleo. Pierre siempre respondía socarronamente que los muelles no crecen en una pradera, despertando así las simpatías de los desconocidos. Hace dos años, Jean su mujer, murió de cáncer de páncreas, poco o nada se pudo hacer, y eso hundió a Pierre que perdió a su compañera y con ella, gran parte de esa jovialidad que tanto atraía a las personas.  

    La semana pasada llegó a sus manos un folleto sobre la exposición Amazônia y se dijo a sí mismo que ya estaba bien de autocompadecerse. Jean no iba a volver, y a ella le habría encantado que él disfrutara de los placeres triviales de la vida, como ir a una exposición de fotografía. Ni corto ni perezoso, compró la entrada y se dispuso a romper ese círculo vicioso de apatía y hastío. 

    — 

    En cuanto entró a la sala, Natahlie quedó cautivada por el sonido. Sebastião Salgado quería que la experiencia fuera tan real e inmersiva, que la banda sonora que acompañaba al visitante durante la visita era una mezcla de sonidos de animales, fenómenos naturales y música de las tribus amazónicas. El olfato también quedaba secuestrado por olores frescos y húmedos. Las paredes y el techo completamente negros y sin ventanas, creaban una atmósfera apartada completamente del mundo exterior, en la que los cuadros de fotografías sobre los fenómenos naturales y las tribus eran los únicos con un pequeño foco de luz. Esto hacía que observar cada fotografía fuera como estar completamente a solas con ella. 

    —¡Qué preciosidad, y qué maravilla tan increíble esto de los ríos voladores! Son alucinantes los fenómenos que la naturaleza crea, y de los que muchas veces no somos conscientes. 

    —Disculpe que me entrometa en su conversación consigo misma, pero he pensado lo mismo hace 10 minutos cuando pasé por esta fotografía —comentó la voz de Pierre desde el anonimato que le brindaba el no estar delante de ninguna fotografía. 

    —Oh bueno, sí, soy yo la que estaba alzando la voz, no tiene que disculparse. Me he dejado llevar sorprendida por este fenómeno —dijo Nathalie sonriendo, al mismo tiempo que Pierre se acercaba y ahora sí, quedaba iluminado por la luz. 

    —Está bien, nada de disculpas pues. La verdad que es mi primera vez en una exposición fotográfica, y al escucharla quería ver si no era yo el único sorprendido. Me llamo Pierre, por cierto. 

    Nathalie lo observó divertida. En cuanto lo vio, se sintió atraída por su planta. Llevaba un traje azul marino con una camisa celeste, y una corbata estampada de flores rosa palo. Los zapatos Monk con hebilla plateada estaban impolutos. Estaba bien afeitado, y pese a la falta de pelo en la cabeza, mantenía los laterales y la parte posterior bien arreglada. 

    Pierre observó como sonreía con una calidez que rápidamente le hizo quedarse atrapado.  

    —¿Qué es tan divertido? —dijo sin saber muy bien que esperar. 

    —Oh nada nada, pero Pierre, ¿puedo llamarte Pierre? —él asintió levemente con la cabeza. —Solo había escuchado tu voz, y de pronto apareces vestido de manera impecable y muy elegante. No me lo esperaba para nada. Mírame, yo he venido con una camiseta, unos vaqueros y unas zapatillas blancas —se explicó Nathalie mientras se señalaba la ropa. Desde su jubilación, Nathalie descubrió los pantalones vaqueros y las zapatillas, y se habían convertido en su atuendo favorito para recorrer la ciudad a diario durante sus aventuras culturales. —En fin, lo que quiero decir con esto, es que has sido una grata sorpresa Pierre. Encantada de conocerte, yo soy Nathalie —dijo riéndose abiertamente y agarrándolo del brazo. 

    Pierre se sonrojó. De pronto todo iba bien y se encontraba muy cómodo. Le gustaba sentir el agarre de Nathalie en su brazo y el olor afrutado de un perfume, que él por supuesto desconocía. Se sentía relajado, como hacía mucho tiempo atrás. Era la primera vez que hablaba con una mujer a solas desde que enviudó, y rápidamente se dio cuenta de que lo echaba de menos. Él ya no tenía edad para que las mujeres se desmayaran a su paso, ni lo pretendía, pero ese agradable sentimiento de la compañía del sexo opuesto, y el renacer de un fuego en su interior que él creía extinto, lo convencieron. Todo esto de encontrar el folleto, y conocer a una mujer tan agradable que bromeaba sin conocerlo, bien podían ser señales para seguir adelante. 

    —Pues lo del traje me dije: Pierre, si va a ser tu primera cita con una exposición fotográfica, más vale que estés a la altura —comentó de manera chistosa. —Oye Nathalie, me da la sensación de que tú si estás más ducha en esto de la fotografía. ¿Te importaría que te acompañara y disfrutáramos de la exposición juntos? 

    —Estaré encantada, aunque he de avisarte de que ahora tienes una cita con dos, así que tendrás que superarte —le guiñó un ojo. —Vamos, en la siguiente sala hablan del santuario —Nathalie tiró de él con energía agarrándolo de la mano. 

    Allí estaban los dos, en esa sala oscura, mirando fotografías de alguien que había dedicado su vida al arte, a la protección del medio natural, y a generar conciencia en las personas junto a su mujer Leila, un tándem perfecto. Eran un ejemplo palmario de cómo el amor y las convicciones comunes pueden superar casi cualquier obstáculo. Habían creado un santuario a finales del siglo XX, Instituto Terra se llamaba. En él plantaron millones de árboles, y en estos más de 25 años, ese yermo resultante de la extracción minera y la tala sin control había reverdecido de manera exuberante. Nathalie no pudo contener algunas lágrimas al ver el espectáculo dantesco de las primeras fotografías, y compararlo con el estado actual de un ecosistema revitalizado, lleno de foresta y de especies de animales que habían vuelto al hábitat que una vez fue su hogar. 

    Pierre observó a Nathalie, y no se resistió a agarrarle la mano, y acariciar el dorso de esta con su pulgar, como si extendiera un poco de crema en un masaje. Ella lo miró y gesticuló con sus labios: Gracias. 

    — 

    Sebastião Salgado murió ayer 23 de mayo de 2025, y aquí estoy yo, en la Brasserie de la Senne escribiendo esta historia del día en que visité la exposición. No podía imaginar en ese momento que hoy estaría creando un relato dedicado a su figura. No sé si algunas de las personas que vi allí son como nuestros Nathalie y Pierre, pero me gustaría pensar que sí. Y que en ese lugar con una atmósfera tan cautivadora, donde tantos sentimientos volcó Sebastião Salgado a través de sus fotografías, las personas se encuentran e inician sus propias historias de amor, de amistad, de camaradería, o de lucha por proteger nuestro entorno natural.  

    Sebastião S T T L.

  • Segovia en el olvido

    Segovia en el olvido

    Tras los edificios de la ciudad, el atardecer coloreaba el cielo con tonos amarillos, naranjas, rosas y violáceos, que se sucedían uno detrás de otro, como si un pintor hubiese estado usándolo a modo de lienzo donde prueba los colores de su próxima obra. El Sol ya caía tan bajo, que proyectaba las sombras del Acueducto de manera que éstas se extendían decenas de metros por el adoquinado de la Plaza Oriental, ya vacía de coches. Las farolas empezaban a encenderse con una luz ámbar de manera sincronizada junto con las luces propias de los edificios adyacentes. El invierno castellano, duro e implacable, no perdonaba a los osados que se atrevieran a permanecer en una plaza expuestos a sus golpes. Una lluvia fina e incesante, y un viento que cortaba la cara eran los enemigos a vencer esa tarde del 14 de enero de 2025. 

    No obstante, él sí era osado. Su osadía lo había llevado a recorrer medio mundo y presentarse allí ese día, sin previo aviso. Su único equipaje era su teléfono móvil, un par de pendientes, y una cajita minúscula que guardaba en el bolsillo derecho de su gabardina. Estaba protegido de los elementos únicamente por una de las columnas del coloso romano. Se subió el cuello de la gabardina, y con su teléfono, sacó una fotografía de su mano sujetando los pendientes con la plaza detrás. En los pendientes podían leerse las letras PB. No había tenido tiempo ni posibilidad de hacerlo de otra manera. Envió la foto y esperó. Las cartas estaban sobre la mesa. No sabía si el mensaje llegaría, si el destinatario seguiría al otro lado, si la distancia física podría salvarse, o simplemente si su tiempo habría pasado. Y en realidad, el tiempo sí que había pasado. Años de analgésicos en forma de parejas sexuales para mitigar el dolor del vacío que ella le dejó. Cada vez el sexo lo llenaba menos, y la falta de duelo hizo su dolor insoportable. Una vez tras otra, ella había saltado del barco de su relación obligada siempre por circunstancias que escapaban al control del pequeño mundo que habían creado entre los dos. La tercera vez fue diferente. Nunca más habría un hasta la próxima, o volveré; solo un: “no puedo seguir ahora”. Se esfumó sin dejar rastro, como los cuerpos de los desaparecidos tras un maremoto. Nada. En la era de las redes sociales, de la comunicación, de los viajes alrededor del mundo en pocas horas, ella desapareció. La única ancla que él tenía era ese número de teléfono, al cual había escrito miles de mensajes. Llegó a convertirse en su diario personal. Enviaba todo lo que hacía, lo que sentía, lo que vivía, con la esperanza de obtener una respuesta, un consuelo. Esa esperanza se fue diluyendo con el pasar de los años, hasta hace dos días. Hace dos días, él decidió enfrentarse a su propia incredulidad, al invierno castellano, a no saber nada más de ella, salvo que Segovia era la ciudad que la vio nacer. Salió de la oficina donde trabajaba en el Instituto Cervantes en Hanoi, y se fue directo al aeropuerto para cruzar medio mundo en pos de un final a su historia. Un final que si no alcanzaba de un modo u otro, acabaría por matarlo. Si la determinación humana pudiera medirse numéricamente, en ese momento él habría superado todas las escalas.  

    Ya daban las 9 de la noche. La lluvia había cesado y la noche se había despejado, dejando a la vista la luna completamente llena. Él levantó la cabeza y se quedó mirándola absorto. 

    —Está preciosa, ¿verdad? —dijo una voz que provenía desde uno de los arcos.  

    Apareció una mujer de unos 60 años que andaba agarrada a otra mujer más joven de unos 30. Él se giró y las miró con ansiedad. 

    «El abrigo, es su abrigo amarillo», pensó. Sin mediar palabra se fue hacia ella. Justo cuando iba a agarrarla de las manos, la mujer mayor dijo: —Espera, no la toques, puede que no se acuerde de ti. 

    —¿Cómo? ¿Qué no se acuerde de mí? ¿Qué está pasando? —La cara de él mostraba una expresión contrariada. Estaba totalmente aturdido. —¿Qué quiere decir con que no se acuerda de mí? ¿Quién es usted? 

    —Tiene Alzheimer. Está bastante avanzado, aunque todavía tiene momentos de claridad. Por uno de esos momentos estamos aquí. Se acordó de ti en cuanto vio los pendientes de la fotografía, y dijo que quería venir a verte con su abrigo amarillo. Sin embargo, de camino aquí se ha olvidado de por qué veníamos. Soy Manuela, su madre, y nunca terminaré de acostumbrarme a que mi niña se está yendo cada día un poco más, y que llegará un momento en que desaparezca para siempre dentro de su cabeza. Solo pensarlo me hunde en la mayor de las tristezas —un gesto amargo se dibujó en su cara, y una lagrima empezó a recorrer su mejilla. 

    Abrumado por la explicación de Manuela, él empezó a recorrer a su hija con la mirada, para ver si podía encontrarse con ella a través de sus ojos. Era inútil. Ella lo miraba distraída, claramente no sabía quién era él. Comenzó a llorar, y cayó de rodillas al suelo. Era demasiado. Habían pasado 5 años, y después de todo la vida le daba una bofetada tan grande que no podía respirar. El aire le faltaba realmente, el estómago le dolía como si se estuviera devorando a sí mismo, y las manos le temblaban como un alcohólico recién levantado de la cama. 

    —Siento que tengas que enterarte así —intervino Manuela. —Ella no ha parado de hablar y pensar en ti todo este tiempo. Siempre que tenía un momento de lucidez, revisaba el teléfono móvil, y leía todos tus mensajes —sacó un pañuelo del bolsillo, secó sus lágrimas y continuó. —No te imaginas lo que la has ayudado a mantener su mente activa. Cuando ella no podía leerlos, yo lo hice, y se los leía, aunque ella no recordara nada en ese momento. 

    —¿Por qué no me lo dijo? ¿Cuándo lo supo? 

    —En marzo harán 6 años. Cuando vio que se degeneraba bastante rápido, decidió cortar con todo y desaparecer. Me dijo que no quería que la vieras perdiendo la cabeza. Quería que recordaras todos los momentos vividos juntos de una manera inmaculada. No puedo culparla por tomar esa decisión, pero después de haber leído tus mensajes durante estos cinco años, y ver en primera persona tu amor incombustible por ella… no puedo imaginar cómo te sientes ahora. Más de una vez estuve tentada a escribirte yo y contártelo todo, y que vinieras a por ella. Que la hicieras feliz el tiempo que le quedase. Sin embargo, no pude hacerlo. Era su decisión —concluyó apretando los puños, y alzando la vista al cielo con los ojos brillantes por el reflejo de la luz en la luna en sus cuencas llenas de lágrimas. 

    Él se levantó del suelo y trató de recomponerse. Metió su mano en el bolsillo derecho de su gabardina y acarició la minúscula caja con sus dedos. Dentro había un anillo de compromiso. Ese anillo que él compró hace cinco años, cuando todo parecía perfecto. No se había deshecho de él. Siempre tuvo la esperanza de volver a verla. Pero jamás habría imaginado que el cuerpo que ahora tenía delante era un cascarón vacío. Su amor ya no estaba. La persona por la que habría dado su vida había desaparecido. Había fallado. No fue lo suficientemente valiente para venir aquí mucho antes. Valiente para haberse plantado en la ciudad desde el primer día que le dijo adiós, y haberla buscado en cada casa y edificio de la ciudad. Valiente para haberse declarado la primera vez que tuvo el anillo en el bolsillo, y decidió que no era el momento. Todo era su culpa. 

    —Lo siento, pero es tarde y hace frío para ella. Creo que deberíamos volver. No me gustaría que te fueses así. Mañana podrías venir a desayunar a casa, por las mañanas suele estar más lúcida. 

    —No —dijo ella de repente como si volviera a la vida. —Mamá ahora me acuerdo de él y de qué hacemos aquí —Los dos se miraron con incredulidad. —¡Cómo te he echado de menos! ¡Cómo me arrepiento de haberte dejado así! —dijo atropelladamente mientras sollozaba. Un mar de sentimientos la habían inundado de pronto al recuperar la consciencia de quién era ella y de a quién tenía delante. —¡Cómo he malgastado mi vida pensando en lo que creía mejor para ti, y en mis propios miedos! 

    —¡No tienes que disculparte mi vida! —la abrazó. La abrazó fuerte, rodeándola completamente, sintiendo su cuerpo, fundiéndose con él como tantas veces había soñado. La agarró de la cara y la besó. —Te quiero, siempre tuyo, siempre mía, ¿te acuerdas? Sacó la caja de su bolsillo, la abrió y mostró el anillo de oro blanco con un pequeño diamante en el centro. Dentro tenía grabada la frase: pensamientos bonitos. Era la frase por la que se habían reconocido desde siempre. 

    Esta vez no cometería el mismo error. No había miedo ni inseguridad, solo determinación y 5 años de su vida perdidos. 

    —No sé cuánto durará este sueño, y no me importa. Solo quiero acompañarte en el camino y vivir los mejores momentos de mi vida, con la única persona con la que siempre he querido despertar por las mañanas. ¿Me harías el hombre más feliz del mundo pasando el resto de tu vida conmigo? —dijo él mientras le presentaba el anillo e hincaba la rodilla en el suelo. 

    —¿Sabes lo que eso significa? ¿Lo que conlleva? ¿Los problemas que vendrán? —repuso ella. 

    —Sé que estaremos juntos, no podría querer nada más —espetó sin inmutarse. 

    Por primera vez en mucho tiempo, Manuela miró a su hija y sonrió con la expresión de la cara relajada, como quien ha sido iluminada.  

    Ella lo miró. 

    —Sí, quiero.