La última cena

La cena había terminado. Los sirvientes retiraban los platos y restos de comida de una mesa grande que se encontraba pegada a la pared del dormitorio. En otra mesa pequeña y redonda, dejaron dos copas y una jarra de vino.

Una vez quedaron solos, Odiseo se dirigió a la mesita y llenó las dos copas. Mientras lo hacía, miró el vano del muro adornado con dos columnas a los lados, donde estaba Penélope apoyada con los brazos en la barandilla esculpida en piedra. Desde allí se tenían vistas de la bahía, y ella observaba cómo los últimos barcos atracaban en el puerto. Entre la bahía y el palacio había un frondoso bosque verde que se asemejaba a un tapiz de color uniforme. Seguidamente, echó la vista ligeramente al oeste atraída por pequeñas luces de antorchas que serpenteaban en dirección al palacio. Eran los sirvientes que volvían con las ánforas llenas de agua desde la fuente de Melanydros. Volvió la vista de nuevo a la bahía justo cuando el Sol tocaba con sus últimos rayos las pequeñas casas de pescadores. El aire fresco acariciaba la cara de Penélope, y el olor de los jazmines que se encontraban en el patio, la hacían evadirse de todo.

Para Odiseo ella era irresistible. Su figura a contraluz y su vestido de lino blanco que se movía al son del viento, solo sujeto por unas finas tiras sobre sus hombros, hacían que el deseo despertara dentro de él. “¡Cómo voy a echarte de menos!” pensó. Muchos pretendientes se afanaron en el pasado para conseguir la mano de la prima de Penélope, Helena hija de Tindareo, incluso él mismo. Sin embargo, hoy día no se arrepentía de la decisión que tomó al final. No cambiaría a Penélope, y al hijo que le había dado, ni por todos los reinos de la Hélade.

Él se acercó a la baranda y se puso junto a ella entregándole una de las copas. ―Has estado muy callada durante la cena. Es nuestra última noche antes de que parta a Troya y…

―¿Crees que no lo sé Odiseo? ―interrumpió. ―¿Cómo crees que me siento sabiendo que vas a la guerra más allá de los confines del mar, para defender el honor de un rey que no supo cuidar de lo que era suyo?

―Sabes que hice todo lo que estaba en mi mano, incluso me las ingenié para hacerme pasar por un demente, y así no abandonaros a ti y a nuestro hijo Telémaco. Quizás fue la voluntad de los dioses la que hizo fracasar mi plan ―hizo una pausa y continuó. ―En cualquier caso, zarparé mañana al alba, eso es algo que ya no podemos cambiar. Así que te pido que seas fuerte y no desfallezcas, volveré.

―Sé que lo intentaste, y también sé que los dioses son caprichosos en sus planes, los cuales la mayoría de las veces no alcanzamos a entender. Algunas veces los maldigo, y los he maldecido mucho a lo largo de mi vida por las injusticias que he visto y sufrido. Probablemente esta es mi recompensa por tales agravios.

La voz de Penélope tenía un tono amargo y de resignación ante un poder divino que jugaba con sus vidas a placer. Dio un buen trago a la copa y entró en la habitación. Odiseo quedó pensativo unos segundos, temeroso de los dioses, pero al mismo tiempo sorprendido por la fuerza y claridad de las palabras de Penélope.

―Una cosa es segura Odiseo ―dijo mientras llegaba al lecho tallado sobre un tronco de olivo. ―Los dioses no podrán arrebatarme esta última noche contigo ―Odiseo se giró y vio cómo Penélope tiraba de las dos tiras de su vestido que deshicieron los nudos de las mismas, provocando que este resbalara por su cuerpo y cayera al suelo. La ausencia del vestido dejó a la vista el portentoso cuerpo de Penélope. El cabello castaño recogido por una cinta de lino blanco caía algo más allá de sus hombros. A continuación, daba comienzo una interminable espalda en la que podía verse el resultado de los ejercicios físicos que las mujeres de Ítaca realizaban como parte de su entrenamiento diario. Sus nalgas prominentes y redondeadas tenían la forma de un melocotón maduro, y sus piernas igualmente trabajadas, mostraban los arañazos provocados por zarzas y otros arbustos durante las carreras matutinas por los bosques adyacentes al palacio. Su piel castaña como el pan salido del horno, completaban una imagen idílica para Odiseo.

―Entra mi amor, o el frío de la noche te hará enfermar, y tus marineros no pueden perder a su Capitán ―le dijo mientras sonreía y hacía un ademán con la mano para que se acercase.

Odiseo se deshizo de su túnica con celeridad y se acercó con decisión a Penélope. Al verlo, ella suspiró, atenta al cuerpo que tanto le gustaba. Odiseo era bastante alto y tenía un aspecto imponente. Su musculatura prieta y definida habían llevado a que Penélope lo llamara “mi Apolo” más de una vez. Se mordió el labio inferior y empezó a acariciarse los pechos con las manos ya totalmente encendida, deseando disfrutar del néctar dulce que era el cuerpo de su amado.

Odiseo se plantó delante de ella, la agarró de las muñecas y retiró las manos suavemente de sus pechos para dejarlos a la vista. ―No me canso de mirarte Penélope, eres un tesoro que supera con creces todo lo que un rey podría desear ―le dijo recorriendo ahora con sus dedos las areolas de sus pechos de color ocre oscuro. Ella se sonrojó y acarició sus hombros y brazos fuertes, para luego despegarse de él y dejarse caer sobre la cama. Frente a ella tenía su virilidad ya lista para el encuentro que tanto deseaba. Odiseo se abalanzó sobre ella y besó su cuello hasta llegar a los lóbulos de sus orejas, los cuales mordió suavemente para luego susurrarle su nombre al oído. Ella sentía la respiración agitada y su aliento cálido que le hacía cosquillas. No lo pensó y se dejó llevar por la excitación. Mordió con firmeza la zona de su clavícula hasta dejarlo marcado, y con sus manos lo rodeó desde la espalda y las bajó hasta las nalgas, donde las empujó hacia ella para sentir su miembro duro en su sexo. No lo dejó entrar por el momento, movió sus caderas en círculos e inicio un vaivén que lo volvía loco. A lo largo de los años, había enseñado a Odiseo a ser paciente, a dejarse hacer, a medir los tiempos y no desbocarse sin control.

Odiseo descendió hacia los pechos de Penélope, duros como piedras, a los que se aferró con su boca, descubriendo el sabor de cada centímetro. No hacían falta palabras para saber que la deseaba y la idolatraba como si de Afrodita se tratase.

―Creía que la cena te había saciado ―dijo Penélope entre jadeos de manera burlona.

―No podría saciarme de ti nunca. No existe alimento que llene el vacío de no poseerte una y otra vez ―respondió él, ensimismado en su aventura de exploración.

Sus manos grandes recorrían su torso hasta llegar al vientre, donde jugaban a las caricias, originando en ella un cosquilleo provocado por el suave roce de los dedos y el fino vello de alrededor, casi imperceptible a la vista.

El placer iba en aumento y la lujuria se apoderó de ella. Ya no deseaba retenerlo más, solo quería sentir como él se deshacía en ella. ―Voy a ponértelo fácil ―dijo al mismo tiempo que elevaba las caderas para acomodarse y sentir ahora sí, como él se habría paso dentro de su sala del tesoro. Odiseo movía las caderas de abajo a arriba y de atrás a adelante en movimientos firmes y acompasados. La diferencia de fuerza entre los dos era abrumadora y ella se agarró a sus hombros con fuerza. En cada penetración su miembro recorría su interior, y el roce del pubis en su clítoris, la llevaban a un lugar del que no quería volver. Esta vez, fue ella quien no pudiendo más alcanzó el clímax. Sus piernas se tensaron y vibraron con pequeños espasmos involuntarios. Al mismo tiempo que con una mano tiraba del pelo negro y rizado de Odiseo, Penélope dejó escapar un jadeo del placer cual gato que maúlla.

No había nada más placentero para Odiseo, que ver como ella alcanzaba el éxtasis. Esa imagen lo hizo explotar y fundirse con ella en su interior. Se dejó caer a su lado, y Penélope dándole la espalda se hizo un ovillo y se arrimó a él. Este la abrazó y se quedó completamente relajado disfrutando del olor a menta de su pelo.

―Me ha gustado mucho mi vida. No podía imaginar una despedida mejor ―le susurró él al oído.

―No des todo por terminado. Te dije que los dioses no podrían arrebatarme la última noche contigo, y el alba queda lejos aún ―se reafirmó Penélope.

Ahí estaba otra vez, esa manera de hablar, esa convicción, esa seguridad en sus palabras, esa determinación que habría movido montañas. Él era el Rey, pero Penélope era su refugio y su musa, la que le insuflaba todos esos valores sin los cuales él no era nadie.

―¡Cómo voy a echarte de menos! ―y suspiró mientras la apretaba con fuerza.

―Lo sé mi Rey, pero no desfalleceré. Y aunque nos pese la distancia, aquí estaré a tu vuelta.

Comentarios

Una respuesta a “La última cena”

  1. Avatar de Taller de La última cena – Historias en borrador

    […] antes quiero recordarte que si todavía NO has leído La última cena , ve a corriendo a hacerlo para que no te desvele nada que te estropee la […]

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